Joaquín López-Toscano
Tras su aseo matinal Nobuko sintió una inquietud; se encontraba extrañamente agitada. No había nada que le preocupara fuera de lo habitual. Y había hecho lo que todas las mañanas: se había duchado, arreglado y luego había limpiado bien el cuarto de baño para Tetsuo. Había recogido el agua del suelo, sacudido la alfombrilla, enjuagado a fondo la bañera y fregado el lavabo y la repisa. Tetsuo no podría encontrarse con un pelo suyo ni nada que le disgustara. Sin embargo, la sensación de que algo se le había pasado por alto persistía. Repasó mentalmente: había abrillantado el espejo, ordenado los botes del armarito, había cerrado la pasta de dientes, una nueva pastilla de jabón, toallas limpias.
– “¿Qué haces ahí como un búho, embobada?”
Nobuko ni se inmutó. Estaba sentada, muy derecha, al borde del sofá, absorta en la contemplación del cristal que cubría la mesa y reflejaba su rostro en aquella densidad negra, vacía.
– ¿Faltaba algo en el baño, Tetsuo?- preguntó sin mover la vista del cristal.
– No, pero esta sopa está fría.
Tetsuo y Nobuko habían cumplido diecinueve años de matrimonio. Nobuko siguió enfrascada en sus pensamientos (¿era algo que había visto en el pasillo, quizás en el salón?) y Tetsuo metió él mismo su sopa de miso en el microondas. Terminó su desayuno, se limpió con un pico de la servilleta y se marchó con el maletín al hombro y la chaqueta del traje colgada del brazo.
Tetsuo y Nobuko habían tardado un tiempo en tener un hijo y por algunas complicaciones durante el parto, decidieron no tener más. Se equivocaron. Deberían haberle dado hermanos. Fue un error enorme.
Ahora Kyusai ahora estaba en su habitación. Había sido – recordaba su madre- un niño sano y de carácter dulce, sonriente. Era delgado, menudo, pero fuerte, como su padre. Aunque era sensible, más bien tímido y apocado, como ella, se había hecho con unos cuantos buenos amigos en la escuela. Por alguna razón, la imagen del espejo del baño y la repisa blanca se le venían a la cabeza y le impedían concentrarse en sus recuerdos. Se levantó, se tomó la pastilla y no desayunó. Salió de compras.
Esa mañana en la calle se sintió más desubicada, más despistada. Se paró frente al escaparate de una droguería con estupendas ofertas de detergente. Hacía más de dos años que no lavaba la ropa de Kyusai, recordó. Se quedó mirando los precios, los porcentajes de descuento, los números… Cuánto le costaban a Kyusai las matemáticas y la física. Quizás para las artes tuviera más talento que para el resto, lo cual a Tetsuo no le hacía ninguna gracia. El había llegado a Director de Contabilidad de la empresa. Kyusai, sin embargo, se atascó en los exámenes de ciencias. Tetsuo le obligaba a pasar horas en su habitación haciendo cálculos y ecuaciones de tercer grado. Tras el primer suspenso empezó a retraerse. El mismo se recluía sin que nadie le obligara, hasta que al mismo Tetsuo le parecía excesivo el tiempo que pasaba encerrado. Se acostumbró tanto a estudiar allí dentro que comenzó a faltar a la escuela y al juku de las tardes. Un día no salió más. Puso un candado y colocó una mesa contra la puerta para que nadie pudiera abrir. Otro día rompió la puerta por debajo. Así podían pasarle una bandeja de comida cada día, bebidas y papel higiénico.
Su hijo era un aislado, un confinado, un hikikomori. A Nobuko le daba pena y mucha vergüenza. Prefería olvidarlo. Vio un suavizante muy rebajado y entró. Pasó por un estante de la droguería y le dio un pálpito. Algo acababa de ver, de refilón, al pasar. Le había producido la misma sensación que esa mañana más temprano, un cosquilleo desasosegante en el estómago. Retrocedió un poco y recordó. Recordó casi claramente. Salió corriendo de la droguería, corrió y corrió hasta la casa, derecha hacia el pasillo, el cuarto de baño, la repisa. No, la repisa, no. Encima del armarito, no. Dentro. Dentro del armario lo había visto, allí estaba, detrás de la loción. Lo cogió. Miró las cerdas. Las tocó. No estaban totalmente secas. Retenían un poco de humedad.
Fue a por su móvil al salón. Tetsuo no respondía.
Al volver del trabajo, a las 9 de la noche, encontró a Nobuko donde la había dejado: sentada muy derecha sobre el borde del sofá, mirando absorta el cristal de la mesa, con la única diferencia de que esta vez un objeto se posaba sobre ella: un cepillo de dientes eléctrico azul celeste.
-“¿No es tuyo, verdad que no?”
– “No, Nobuko, no es mío” – respondió él, lamentando con un gesto el estado al que había llegado su mujer.
“Entonces no puede ser de nadie más” – pensó Nobuko, rodeando el cepillo con sus manos y acercándoselo a su seno “Ha salido. Ha salido a limpiarse los dientes.” Y soltó un profundo suspiro de alivio. A la mañana siguiente se levantaría aún más temprano. Puede ser que coincidiera con él y hablaran, aunque fuese un momento, en el lavabo.
6
MAY
2017