
Jota Erre: entropía
“¿Dinero…? – con voz susurrante. – Papel, sí. – Y no lo habíamos visto nunca. Papel moneda. – Nunca vimos papel moneda antes de venir al este. – Nos pareció rarísimo cuando lo vimos por primera vez. Inerte. – Parecía increíble que valiera algo. – Sobre todo, después de ver la forma en que padre hacía tintinear las monedas. – Eran dólares de plata (p. 7)”. Asistimos, con una mezcla de asombro y desconcierto, al diálogo inicial de dos personajes anónimos. Con la sola ayuda de lo que estos dicen (y callan), la lectura se abre paso a través del dolor y la rabia de esas voces innominadas que denuncian los excesos de un mundo cada vez más mercantilizado.
La novela Jota Erre (1975, Sexto Piso 2013) se estructura en el continuo dialogar de sus criaturas; se sostiene sobre una narración sin trama aparente, división de capítulos o párrafos; se diría pura alucinación, en la que el entretenimiento reemplaza al arte y la imitación sustituye a lo auténtico: “– Se perdió, si es que alguna vez fue proferido; la figura corriendo por el pasillo llegó al piano cuando éste estallaba con el motivo de El oro del Rin, que provocó que la pila de sillas cayera como una cascada sobre el escenario, haciendo que las doncellas de Rin se lanzaran en desorden a perseguir al enano que, de hecho, parecía saberse bien su parte y se había apoderado del oro del Rin” (p. 59).
La sátira del norteamericano William Gaddis (1922 – 1998) sobre el ascenso y la decadencia de las grandes empresas norteamericanas ocupa 1133 páginas de diálogo ininterrumpido que dejan entrever la historia del colegial de 11 años JR Vansant, niño que construye su vasto imperio económico desde la cabina del teléfono público de su escuela, imperio que, para bien o para mal, acaba devorando a todos los personajes (lector incluido). A través de diálogos nada convencionales, unas veces tristes, las más hilarantes, la novela denuncia la imposibilidad de la felicidad y la realización creativa: “– Sí, no nadie ha dicho que sea culpa suya, Dan, (…) no la construyó usted personalmente, fue, desde luego que fue el constructor el que, mmm, el que la construyó, desde luego, pero el, (…) las condiciones de una hipoteca están relacionadas con, se establecen en función del número de años que se puede esperar que la casa dure dependiendo de su, en relación directa con la forma en que está construida, edificada ( …) cuanto más separados se encuentren en un determinado espacio menos hay, porque cuanto menos haya, más separados se tienen que poner (…) es la clase de casa que se deja a los, mmm, a sus hijos, es decir, a su hijo cuando crezca, desde luego, si él, ¿entiende lo que le quiero decir, Dan?” (p. 352).
JR es la crónica de unos personajes en busca del significado y los valores de un mundo que reniega de ellos. Una suerte de redención parece posible a través de la pasión y la creatividad, aunque no está garantizada. El monólogo del autor llamado Gibbs que, en JR, escribe Agape Agape (Gaddis completaría una novela homónima poco antes de morir, que Sexto Piso publicó en 2008 con el título de Ágape se paga), es una novela dentro la novela sobre el orden y el desorden, escrita por un enfermo terminal, solo en su cama, guardián del caos y la decadencia, que intenta terminar su trabajo antes de morir: “– Revisarlo todo hoy, dios, tengo que terminarlo, otro día como ayer y me, dónde las cerillas esas (…) por dónde iba por donde, John Dewey estuvo sobando, espera, joder, bueno, joder, me he saltado una página (…) estuvo sobando las páginas pegadas con el queso este, joder, un conocimiento cercano e íntimo de la naturaleza queda interrumpido en medio de la cita de Dewey” (p. 900).
La traducción del músico y poeta Mariano Peyrou (Buenos Aires, 1971) logra captar la atmósfera sombría y conmovedora del estilo de Gaddis, la decadencia de una narrativa paralela a la decadencia de la cultura, la desaparición de un mundo, un significado, un lenguaje y unos valores. En JR, La cultura popular y la alta cultura no son entidades separadas sino una misma cultura marcada por los estigmas del capitalismo. La novela argumenta a favor de la autenticidad en literatura, y lo hace a través de una especie de ventriloquia, es decir, utilizando las voces de decenas de personajes: “– Están a tres con cincuenta, un buen momento para vender, perdí una hija, ¿le ha contado eso, Bast? (…) era capaz de deletrear casi cualquier palabra, qué le parece, había empezado a dar clases de piano cuando le sacaron el apéndice, hijos de puta, nunca decepcionan, verdad, no le pasaba nada en el apéndice (…) siempre se saltaba algunas notas, lo intentaba una y otra vez, estaba aprendiendo una canción que se llamaba Para Alisa, algo así (…) en esa época había una tienda de delicatesen que se llamaba Alisa cerca de nuestra casa, por eso todavía me acuerdo del nombre (…) todavía la oigo como la tocaba ella, de todas maneras eso es lo único que, lo único que quiero, todavía la, ¿oye?, ¿oye…?” (p. 1069).
La raíz de JR es su profundo pesimismo. Su inteligente estructura y agudo sentido de la comedia atenúan su melancolía. La entropía constituye la médula espinal del libro, junto a un profundo sentido del amor espiritual. Gaddis pertenece a la estirpe de narradores que, como Thomas Pynchon y Don DeLillo, han sido perseguidos por una injusta reputación de dificultad. El placer de crear una novela conforme se la recrea en la lectura es uno de los muchos que depara al lector este Premio Nacional del Libro de Ficción 1976.
José de María Romero Barea
Sevilla 2015

La adolescencia entraña una doble negación: no se nos permite ser niños y aún no somos adultos. Parte de la magia de Lulu (1994, Editorial Impedimenta, 2011), de Mircea Cărtărescu, ((Bucarest, 1 de junio de 1956), consiste en recrear un país de los sueños donde estos dobles negativos se convierten en algo positivo. Así, esta novela corta se convierte en la crónica de un sueño imposible en el que podemos seguir siendo niños y al mismo tiempo (jugar a) ser adultos.
Víctor, su protagonista, es la imagen más salvaje, más auto-indulgente y destructiva de Cărtărescu: “Me levanté de la cama y corrí al espejo de encima del lavabo porque los ojos se me habían inundado de lágrimas y quería verme llorar. Sabía que Baudelaire solía hacerlo. Me vi pequeño, moreno, con la cara delgada y sin pizca de espiritualidad en la mirada. Empañé mi imagen con el aliento y escribí sobre el espejo, con el dedo, tal y como escribía cada día, como en un diario sin memoria: DESAPARECE” (p. 38).
Como apunta en el prólogo el escritor, editor y crítico literario Carlos Pardo (Madrid, 26 de octubre de 1975), Lulu es, sobre todo, retrato del artista adolescente, estudio subjetivo del “crecimiento de la mente de un poeta”, en palabras de Wordsworth. En ella, Cărtărescu esboza una teoría entusiasta de unicidad con el universo en el que nuestro nacimiento es olvido y la literatura un medio para recuperar esta unión: “Encerrado en esta minúscula habitación, arranco este texto de la carne de mi mente como si me extirpara yo solo, ante el espejo, un tumor monstruoso. Siento aquí un trauma antiguo, engañoso, escondido bajo miles de capas de piel, cegador como la perla entre las lenguas de la ostra (…) No corto un tumor, sino un órgano vital, como si el texto fuera mi verdadera vida y yo mismo, tan solo una ilusión” (p. 101).
Figura en la sombra, Víctor es esclavo de ese mundo encantado. Sus sueños le permiten hacer diabluras sin ser castigado por ello, disfrutar del amor adulto sin dejar de ser en el fondo un niño. Luego de esas fantasías, el narrador escribe largos pasajes que regresan a su realidad: “Poco a poco la visión se difuminó, pero la sensación de desgajamiento brutal, de rapto hacia otra realidad, persistió durante mucho tiempo en los cartílagos y las articulaciones de mi cuerpo. ¿Sería aquella la Entrada? ¿Había llegado mi momento astral? Bajé el picaporte estrecho y frío, a medio pintar, y abrí” (p. 130).
Por encima de todo, el amor (re) construye el mundo del protagonista. Pero el amor de Víctor es idealista y altruista; es también, por implicación, miedo al sexo.: “En aquel valle el pensamiento se transformaba en Eros y Eros, en pensamiento (…) Nos sentábamos en el cerro, que parecía vibrar y latir cada vez que por la lejana carretera pasaba un camión o un tractor, como si debajo de aquella capa de tierra cubierta de hierba se escondiera una carne viva y sensual” (p. 77).
Lulu está escrito en una prosa íntima, cercana. La ficción, en algunos pasajes, se hace consciente de sí misma, es búsqueda del paso secreto hacia la madurez que se describe en los libros. La novela no es sólo ficción, sino predicción: “Para los treinta años tenía que ser todo o nada. El precio era – lo sabía y rumiaba esa idea durante horas y horas – la monstruosidad. Era Leverkühn, era el enano de Lovecraft, era Roderick Usher, el que enterró a su hermana en una cámara oscura, debajo de la escalera” (p. 38).
Al mismo tiempo, Lulu revela la paranoia mórbida de un tiempo de silencio. Un ambiente hostil lleva al narrador a bucear dentro de su imaginación: “Orientalismos, marihuana, música rock, todo el cóctel penetraba lentamente entre nosotros, tiñendo de colores vivos la maravillosa indiferencia de la juventud. ¿A quién le importaban la Unión de Jóvenes Comunistas, la televisión y los periódicos?” (p. 53).
Trenzada en el turbio entramado de un campamento de verano en 1973, Lulu es crónica y denuncia de sus efectos (de) formativos: “Dios mío, ¿es que por suerte o por desgracia, existe Lulu? ¿Qué haría sin él? Sin esos labios pintarrajeados, sin el asco por esas tetas de algodón, sin este flemón que me infecta la sangre … Sin él yo lo habría olvidado todo, y el campamento de Budila, con todo aquel mundo demente del centro de mi cabeza, se habría perdido entre las miles de fichas de mi memoria” (p. 79).
La imagen de portada de Kimberly Post Rowe, Memory of the blessed (2010), consigue captar el entramado de memoria, sátira, fantasía y especulación casi mística del libro, Premio de la Unión de Escritores Rumanos, Premio ASPRO. La traducción de Marian Ochoa logra captar la fuerza devastadora de sus escenas y permite al lector en castellano llegar a esta inolvidable novela de intensidad visionaria.
José de María Romero Barea
Sevilla 2015

John Ashbery: alternativas a lo imaginado
Aunque los poemas de John Ashbery (Nueva York, EE.UU. 1927) están llenos de referencias a la situación política de su país, sus ambiciones han sido siempre privadas. Libros como Autorretrato en un espejo convexo (1975, Premio Pulitzer, Premio Nacional del Libro), Diagrama de flujo (1991), o La vigilia (1998) reflejan las circunstancias vitales en las que fueron escritos, y sin embargo, su carácter es esencialmente lírico. Un lugar común, para Ashbery, simboliza un drama personal antes que una situación colectiva. Tal vez por ello, a lo largo de su carrera se ha ocupado menos de denunciar las condiciones sociales que de analizar el corazón humano – sus anhelos, sus huecos, y sí, también su violencia.
La novedad editorial Otras tradiciones (2000, Editorial Vaso Roto, colección Umbrales, 2014) recoge las conferencias de la Cátedra Charles Eliot Norton, que John Ashbery impartió en la Universidad de Harvard durante el curso 1989-1990. En ella, el poeta norteamericano se ocupa del trabajo de seis escritores poco conocidos: John Clare, Thomas Lovell Beddoes, Raymond Roussel, John Wheelwright, Laura Riding y David Schubert. El resultado es una meditación sobre los usos del arte y el poder, una nueva y astuta defensa de la poesía en contra de cualquier intento de reducirla a mera anécdota o a útil mercancía.
Poetas como Sir Philip Sidney (1554 – 1586), Percy Bysshe Shelley (1792 – 1822) o Wallace Stevens (1879 – 1955) han escrito apasionadas defensas que han supuesto una reevaluación, no solo de la lírica, sino de su propia escritura. De forma razonada, sutil y amable, el libro de Ashbery ocupa un lugar de honor junto al de sus antecesores. En su caso, como en los anteriores, la defensa se ampara en la historia y la teoría crítica. A diferencia de ellos, una idea general se ilustra con fragmentos y poemas extraídos de diferentes épocas y estilos de los seis escritores mencionados. Conocedor de que la verdadera poesía se aleja de la ideología, Ashbery nunca es un lector polémico, sino admirativo y escrupuloso.
Un poema no es copia impresa o mero duplicado de la experiencia. En su lugar, y como insiste el título de la colección, “qué titulé en un principio “La otra tradición”, y que, cuando ese título comenzó a sonarme un poco pretencioso, me obligó a recapacitar y a cambiarlo por “Otra tradición”; y por último (…) “Otras tradiciones”” (p. 142), un poema es siempre una alternativa a lo imaginado: “… los poetas (…) que adquieren reconocimiento y son recordados y figuran en las antologías dependen tanto de la casualidad como de sus méritos intrínsecos” (p. 142). Existen, en definitiva, tantas alternativas como poemas, tantas tradiciones como poetas.
En el ensayo dedicado a John Clare (1793 – 1864), Ashbery enriquece la lectura del poeta inglés en lugar de simplificarla, la distorsiona con el fin de revelarnos su obra en toda su significación: “Uno puede no sentirse transportado por esta escena esponjosa [en el poema de Clare “Recuerdos de un paseo vespertino”], pero sí hundido en ella, hasta que nuestra cara se aprieta contra la hierba y asistimos a millones de dramas en los que microbios, gusanos y caracoles son los actores, y el lecho de hierba, el decorado” (p. 35). A través del exceso, el poeta norteamericano equilibra las insuficiencias, desolaciones y atrocidades de la poesía de Clare, sin eludir sus obligaciones éticas y estéticas.
La exégesis de la poesía del británico Thomas Lovell Beddoes (1803 – 1849) es, sin embargo, un prodigio de sobriedad: “Se presenta en la fiesta de las Musas llevando poca cosa, apenas un pequeño plato sabroso, frío, podríamos, decir, a base de olivas y anchoas, cuya rareza debe compensar su escasa consistencia (…) Confía en unos pocos sibaritas literarios que, de todos modos, deplorarían la ausencia de este plato extraordinario tanto como la de la más importante pièce de résistance” (p. 50). La cita, extraída del prólogo de Gosse a la edición de la poesía de Beddoes de 1890, alude a una escritura que sabe tanto de las penalidades de la vida como de sus invitaciones, a una poesía más cercana al espíritu del carnaval que a las tácticas de choque de la agitación.
El poema de Beddoes “Venta de sueños” no es solo el “cristal perfecto” (p. 60) al que alude Ashbery, sino el espejo donde se mira el ensayo donde se haya inserto. En este, como en aquel, el movimiento hacia la liberación se halla contrarrestado por un reconocimiento implícito de la restricción: “No hay amor en ti. / Entonces acuéstate, como haré yo, / y respira por última vez. / Así la corona fresca de la Vida / cae como una hoja de rosa” (p. 62). En otras palabras, el virtuosismo artístico de poema (y ensayo) se encuentra a la vez rebajado y aumentado por el realismo psicológico.
No se privilegia enfoque alguno en las conferencias, ya sea marxista, feminista, o cualquiera que implique leer un poema como un conjunto de discursos. “Las máquinas solteras de Raymond Roussel” se ocupa de las oscuridades rapsódicas del controvertido escritor francés (1877 – 1933), demostrando de paso que las energías literarias del siglo pasado y sus innovaciones también tuvieron lugar lejos de Inglaterra y Norteamérica. El poeta neoyorkino encuentra en Roussel una música no iluminada: “Nadie niega que la obra de Roussel rebosa de secretos; lo que es menos secreto es si esos secretos tienen alguna importancia. En otras palabras, ¿hay algo escondido, una clave alquímica para decodificar la obra (…) o el sentido escondido es meramente la respuesta a una adivinanza infantil o un rompecabezas, ni más ni menos significativo que el contexto donde dicho sentido está enterrado?” (p. 68).
Ashbery hace hincapié en el lado romántico y positivo de la obra de Roussel y sobrevalora la capacidad de la lira de permanecer o revertir el curso de la naturaleza. Las paradojas airadas del francés no solo subvierten las convenciones sociales sino que apelan sentimentalmente a la conciencia del lector: “Como Cage, Roussel es un poeta a punto de convertirse en poeta: siempre nos sitúa cara a cara con el último instante de nuestro pensamiento, el ahora en el que nada puede ni debe pasar, el Locus Solus donde la escritura comienza” (p. 85).
Las tensiones vitales que el poeta y crítico norteamericano privilegia en sus escritos son, por supuesto, las implícitas a cualquier buen poema, donde los impulsos afirmativos de la forma cumplen con la evidencia negativa de la materia. Solo un maestro puede hacer que esas tensiones sean radiantes. En las heroicidades cristalinas del poeta John Wheelwright (1897- 1940), Ashbery encuentra una inmensa discreción, la capacidad de la mente para concebir un plano de respeto por sí mismo, un espacio para su propia actividad. Los poemas del bostoniano ayudan a restaurar la misteriosa alteridad del mundo: “No se trata aquí de la “sombra” que Eliot hace caer entre la idea y el acto, sino de un cortocircuito fecundo, resultado de las muchas tensiones que pujan en direcciones opuestas, y que es el aire que respira su poesía. Lejos del caos, los estratos de ambigüedad resultante se resuelven en una densa transparencia” (p. 101).
Otra poeta que Ashbery admira es la neoyorkina Laura Riding (1901 – 1991). En su ensayo “El oráculo desierto”, se vincula el acto creativo con la búsqueda de la virtud: “Su poesía, erizada de advertencias de todo tipo en forma de prefacios y postfacios admonitorios, se nos presenta como una especie de campo minado; uno la lee siempre con la sensación de que hay un telón de fondo de sirenas y luces rojas intermitentes” (p. 121). Riding practica la poesía del exceso, aunque en su caso el término no se refiere a la sobreabundancia sensual, sino a un regalo que supera las expectativas del lector, una inventiva que no puede conformarse con la idea convencional de hartazgo, que quiere extender el alfabeto de la expresión emocional y técnica: “La precisión extrema es la característica de su obra (…) y si la encontramos difícil (…) deberemos darle siempre el beneficio de la duda y concluir (…) que lo que parece difícil en su poesía no es sino auténtica precisión” (p. 128).
Por último, el principio de la poesía del norteamericano David Schubert (1913–1946) es el placer. “El típico poema de Schubert tiene el aspecto de algo que se hizo añicos y se reconstruyó sin mucho esmero, y que ahora se contempla con una mezcla de remordimiento y diversión” (p. 152). Su poesía no pretende la mejora social o política. El disfrute que nos procuran sus poemas es culpable, ya que proviene de su bravura sensual, de su instinto para transformar las circunstancias y condiciones de nuestra vida: “El surrealismo, al entregarse al inconsciente, no puede reflejar con precisión la experiencia en la que tanto la conciencia como el inconsciente juegan un papel: Schubert lo comprende y ahí, en parte, radica su particular fuerza” (p. 155).
Aunque se ocupa de seis escritores menores, la colección de ensayos Otras tradiciones consigue llegar lejos. La traducción al castellano de Edgardo Dobry reproduce el ritmo exuberante de la prosa de Ashbery, su alarde de virtuosismo; consigue que el lector experimente los cambios y extensiones que constituyen el pensamiento poético. Experimentar cosas así gratifica y no solo favorece el alcance de los placeres de la mente y el cuerpo, sino que ayuda al lector a obedecer el mandamiento antiguo de conocerse a sí mismo.
José de María Romero Barea
Sevilla 2015

Berlín: huellas invisibles, realidad visible
Para el novelista y poeta holandés Cees Nooteboom (La Haya, 1933), Berlín es la no ciudad, el espacio que no existe, la ciudad bombardeada hasta la destrucción, el teatro de Brecht, el oasis del cementerio francés, el río Spree congelado en invierno por culpa de los vientos siberianos, la sensualidad del verano y la exuberancia de sus árboles, sus frutos sobre la superficie de los lagos, su indolencia casi indecente.
“Algunas ciudades cumplen con sus obligaciones. Proporcionan al viajero la imagen que este tiene de ellas, aunque sea una imagen falsa” (p. 131). Ya sea a través de los recuerdos de la emoción revolucionaria de 1989 o los ecos oscuros de antiguas pisadas por esas mismas avenidas, cualquier visitante de Berlín podrá reconocer la peculiar mezcla de Historia tangible e intrahistoria de la colección de reportajes Noticias de Berlín (Siruela, El Ojo del Tiempo, 2104).
La vida del autor holandés está íntimamente ligada a la capital y, en general, a la Historia alemana. En su infancia (tenía siete años al comenzar la guerra) Alemania eran la voz de Hitler en la radio y el ruido de los Stukas y los Heinkels sobre La Haya. En un célebre pasaje, Nooteboom los acusa de haberle robado ese locus amoenus, tan evocador para Proust o Nabokov. En 1963, y ya como periodista, cubrió la visita a Alemania del líder soviético Nikita Krushchev, y más tarde, en ese año decisivo de 1989, residió allí de nuevo durante 18 meses gracias a una beca de escritura.
Noticias de Berlín se divide en cuatro secciones, que van desde el drama de los pasos fronterizos en 1963, con su panorama de torres, uniformes para la nieve, perros y armas, a la crónica cargada de detalles surrealistas de los meses previos a la nueva medición de tiempo en 1989: antes del Muro / después del Muro: “… reedición del mapa del país, ahora en un solo color, matrimonio químico de un ciudadano de Colonia con una ciudadana de Weimar, unión platónica de ellos dos, convirtiéndose así en ciudadanos de la única Alemania que queda, el largo mecer de esos ciudadanos en los brazos de Europa, de los que ningún país puede escaparse sin hacerse daño a sí mismo” (p. 236).
Nómada entre Holanda, España y Alemania, la perspectiva de Nooteboom es siempre extranjera. Logra capturar la transitoriedad de los acontecimientos con la claridad del periodista y la lente meditativa del poeta. Cuando la actualidad se vuelve vertiginosa, Nooteboom se retira a la literatura de Goethe en su periplo a través de las montañas de Harz, o se recluye en Lübars, una pequeña aldea a las afueras: “Cruzo un espacio en el que, en otro tiempo, unos hombres habrían tenido que disparar contra mí y siento un escalofrío que pronto nadie sentirá. La historia borra sus huellas y así es como deviene historia. (Huellas invisibles, realidad visible)” (p. 266).
Las obsesiones de esta crónica personal son el paso del tiempo; la (re)creación de la Historia y sus puntos de fuga; la atracción de lo prohibido. Diferentes edades coexisten en sus páginas: la de los reyes de Prusia y la arquitectura de Stalin, la de los acontecimientos del Tercer Reich (incómodos compañeros de viaje) y la posibilidad de un Cuarto Reich.
La Bundeskanzleramt, la Cancillería Federal, una construcción “modesta, bella incluso”, hace reflexionar al holandés sobre el lugar de Alemania en la actual crisis europea: “¿Es esta la sede de los gobernantes de la tercera potencia económica mundial? ¿Es desde aquí desde donde, con cierta renuencia, por aquello de no defraudar a los aliados, se envía a desiertos hostiles, en la otra punta del planeta, a soldados que parecían haber vuelto por fin a casa para quedarse allí para siempre?” (p. 306).
La Potsdamer Platz simboliza “una visión de poder futuro”. La reconstrucción de las distintas capas de Historia sobre las que se asienta la plaza le transmiten “una sensación de euforia (…) pero también (…) de desasosiego, por las implicaciones, por el poder que estaba allí de manifiesto, que parecía contrastar tanto con los recientes lamentos de Alemania, como si todo aquello fuese algún tipo de mascarada, un truco teatral para adormecer al resto del mundo” (p. 283).
La traducción del neerlandés de M.C. Bartolomé Corrochano y P. J. van de Paverd y del inglés a cargo de María Condor, logra captar la emoción convulsa de unos eventos lejanos, aunque familiares. Las fotografías de Simone Sassen se detienen en las fachadas de los edificios y en las almas de los berlineses, su pasado y su presente. Magistralmente, texto e imagen se confabulan para que escuchemos el latido de la ciudad.
Leer a Nooteboom es ahondar en la sensibilidad europea. Su estilo culto, erudito y lírico, siempre en busca de respuesta, es capaz de evocar el pasado de Europa y su futuro. Adentrarse en Noticias de Berlín es viajar, en el sentido literal y figurado del término, ya que el holandés sabe tejer sus anécdotas personales con reflexiones sobre la cultura, la política y la filosofía, y todo ello con un sentido del humor que hacen de esta colección de reportajes una experiencia memorable.
José de María Romero Barea
Sevilla 2015

En un recorrido único por los misterios del cerebro humano, Roger Bartra (Ciudad de México, 1942), profesor emérito de la Universidad de México (UNAM) e investigador honorario en la Universidad de Londres, nos muestra que la conciencia es un fenómeno que se produce no sólo en la mente, sino también fuera de ella: “Mi hipótesis supone que ciertas regiones del cerebro humano adquieren genéticamente una dependencia neurofisiológica del sistema simbólico de sustitución. Este sistema, obviamente, se transmite por mecanismos culturales y sociales. Es como si el cerebro necesitase la energía de circuitos externos para sintetizar y degradar sustancias simbólicas e imaginarias, en un peculiar proceso anabólico y catabólico” (p. 28).
El antropólogo, sociólogo y académico mexicano argumenta en su reciente ensayo Antropología del cerebro: conciencia, cultura y libre albedrío (Editorial Pre-Textos, 2014), que los sistemas simbólicos creados por los seres humanos en el arte y el lenguaje son la clave para entender la conciencia: “… una parte importante, y acaso fundamental (…) no se encuentra oculta en el interior del cráneo, sino que funciona ante nuestras mismas narices bajo la forma de un amplio abanico cultural integrado por lenguajes, artes, mitos, memorias artificiales, razonamientos matemáticos, órdenes simbólicos, relatos literarios, música, danza, mecanismos clasificatorios o sistemas de parentesco” (p. 77).
En su exégesis, Bartra demuestra que la conciencia es un fenómeno que se produce no sólo en la red interna de la mente sino además en una externa, un sistema simbólico, que él denomina exocerebro. En su opinión, el fenómeno del autismo ilustra como pocos la importancia de esa red: “En el autista está dañada o no existe la conexión con el sistema simbólico o de sustitución, de manera que en ciertos casos – al no poderse usar los circuitos culturales – se produce una expansión de la memoria mecánica (…) una terrible amputación, no de un miembro del cuerpo, sino de los canales que conectan con el exocerebro” (p. 87).
Al situar la cultura en el centro de su análisis, los hallazgos de la antropología y la ciencia cognitiva se alían para ofrecer una visión original de la ruptura del cerebro con el entorno simbólico que experimenta el autista: “… el mundo social y cultural es suplantado (…) por una memoria que parece un pozo sin fondo y por insólitas habilidades visuales, auditivas y motoras (…) un exocerebro fantasma con el que se pueden hacer cálculos complejos en pocos segundos, dibujar paisajes con extrema precisión, cronometrar el tiempo sin ayuda de reloj” (p. 87).
Los versos del poema “Anagke”, de Rubén Darío, incluidos en su poemario Azul (1888), sirven a Bartra para ilustrar una nueva perspectiva desde la cual abordar el problema de la conciencia: “¡Oh inmenso azul! Yo adoro / tus celajes risueños, / y esa niebla sutil del polvo de oro/ donde van los perfumes y los sueños” (p. 155). Para el antropólogo mexicano, la visión que esos versos nos ofrecen nos permite analizar las conexiones entre el cerebro, el lenguaje, el arte, el juego y los símbolos: “La conciencia, por supuesto, no es solamente el breve centelleo que nos permite percatarnos del conglomerado de metáforas e imágenes contenidas en los versos de Darío. Es el flujo prolongado y coherente (…) que nos da unidad como individuos y nos proporciona una aguda sensación de identidad” (p. 160).
La segunda parte del volumen se ocupa del libre albedrío, el determinismo, el juego y la moral. Se vuelve a incidir en el estado precario e incompleto del cerebro físico del ser humano, y la consiguiente necesidad que este tiene, para su completo funcionamiento, de un exocerebro que supla sus carencias, un entramado de, no solo memorias culturales, sino todo lo simbólico mediante lo cual el cerebro actúa: “… avanzamos más si prestamos atención a lo que decía Spinoza: la libertad está basada en el conatus, el esfuerzo o la tendencia que impulsa a los humanos a razonar y a entender que son autoconscientes” (p. 239).
Esclarecedoras son las reflexiones que el escritor mexicano dedica a la importancia de lo lúdico: “El juego es una de las actividades humanas que más ha sido asociada con la libertad. Cuando los humanos juegan se ubican en un espacio peculiar donde se practican actividades que no parecen necesarias ni útiles y donde reina el libre albedrío” (p. 279). El capítulo “La libertad en el juego” es un innovador estudio antropológico que revela al cerebro no solo como un órgano interno, sino sobre todo externo y social. Se alude a la plasticidad de las redes culturales y sociales para facilitar una prótesis de conexión entre el cerebro y la conciencia: “Una pelota, unos dados, una máscara o un columpio son objetos que funcionan como poderosos símbolos en el juego y, junto con las reglas que dirigen la acción, constituyen una peculiar prótesis cultural que se conecta con los circuitos neuronales” (p. 292).
El autor cuestiona visiones reduccionistas sobre estos y otros temas perennes, además de destacar la importancia de las redes culturales y sociales en la definición y la génesis de la conciencia: “Si se quiere imaginar máquinas cibernéticas que logran conquistar su libertad y su autonomía, rompiendo las cadenas que las atan a los humanos, habrá que reflexionar antes sobre las condiciones que a nosotros nos permiten ser libres. Las máquinas, hasta hoy, constituyen un mundo completamente dominado por cadenas deterministas, salvo cuando sus inventores ejercen el libre albedrío que, con dificultades, han conseguido” (p. 341).
Además de un respetado intelectual público, Bartra ha sido editor del semanario literario mexicano La Jornada Semanal y es colaborador habitual de revistas literarias y políticas en México, España, Japón, Inglaterra y Estados Unidos. Es autor de numerosos libros en español, que han sido traducidos a varios idiomas, entre otros, La Jaula de la melancolía (1992), El duelo de los ángeles (Pre-Textos, 2004) y El salvaje en el espejo (Pre-Textos, 2010). Antropología no solo es una lectura esencial para neurólogos, científicos cognitivos y antropólogos, sino para cualquier lector curioso. Con un estilo asequible y ameno, Bartra nos ofrece un análisis exhaustivo y provocador de la naturaleza de la conciencia y el libre albedrío, desde la perspectiva no solo de un científico, sino de un escritor con un profundo conocimiento de la neurociencia, la sociología, la filosofía y la literatura.
José de María Romero Barea
Sevilla 2014
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